19 marzo 2008
La cultura en fase de metástasis. Por J. Carlos Sanz
La conmemoración del IV Centenario de la publicación del “Quixote”, al que tanto bombo y platillo se le dio desde la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, ejemplifica la nueva función del entramado cultural en las sociedades neoliberales. Actualmente, asistimos a un fenómeno de terciarización de la cultura solapada al tejido económico-social.
Cultura y consumo de la misma se han hecho uña y carne produciendo, además, una metamorfosis en cuanto a finalidad de tal ámbito. Recién eclosionada la etapa democrática en nuestro país, los distintos gobiernos llevaron a cabo políticas culturales destinadas a la participación pública; hoy, este fenómeno de terciarización ha trastocado dicho orden y se pasa de una cultura de contenido público a concebir la actividad cultural como aquella propuesta que precisa de un “público”, es decir, de un consumidor de propuestas relacionadas con las artes, el teatro, el cine, etc.
Por eso, cada vez es más frecuente percibir esta saturación de acontecimientos y conmemoraciones culturales concebidos bajo una clara estrategia comercial. Convertir un personaje, un acontecimiento, una fecha, una ciudad, si me apuran, en una cuestión de “marketing” en donde la prioridad es que el ciudadano sea persuadido y participe consumiendo que no participando activamente. Y es aquí, donde planteo la gran disyuntiva actual ¿Cultura para saber? O bien ¿Cultura para disfrutar y como mero entretenimiento de las masas?
Interrogantes que fermentan debido a esta febril actitud institucional por convertir en objeto de consumo cultural cualquier cosa que se precie. Ocurrió en el 2005 con el 450 aniversario de la publicación del Quijote (donde se escoge una fecha con la única intención de mediatizar y no profundizar en la reflexión de lo que ha supuesto esta obra universal), y ocurrió en años pasados con la celebración del Fórum de Barcelona, el centenario de García Lorca en Granada y tantos otros ejemplos.
Que la cultura es un negocio, una actividad rentable es de cajón. De eso se dieron cuenta los gobiernos actuales y decidieron acuñar el término “turismo cultural”. Esto se concreta de la siguiente manera: las ciudades deben remozarse y ser atractivas desde un punto de vista cultural. Para ello, aparecen instituciones culturales por doquier, se produce una festivalización de la ciudad y por extensión, auténticos paquetes o “packs” de consumo cultural en donde el visitante o turista tiene la oportunidad de visitar museos de todo tipo, asistir a eventos o ferias variopintas y por supuesto aportar su granito de arena, en forma de euro, con la compra de merchandising. De igual forma, la ciudad hace de la cultura una especie de reclamo al estilo de parque temático.
Así, las instituciones han encontrado la nueva piedra filosofal que convierte en oro la reconversión de una ciudad. Tenemos el ejemplo de Bilbao, una ciudad de raigambre industrial que debido al cierre de la actividad siderúrgica atravesó una profunda crisis socioeconómica. Del desmantelamiento de esta infraestructura se dio paso a la emigración, elevado índice de paro y sobre todo a un replanteamiento de la propia ciudad ¿A qué nos dedicamos ahora? Y he aquí, que a las instituciones vascas se les ocurre crear un museo de arte contemporáneo, el Guggenheim, que sirviera de paradigma, ariete de esa apuesta por el consumo cultural. El edificio de titanio, que en sí mismo deja a la altura del betún cualquier exposición o propuesta artística que contenga en su interior, puede ser el emblema actual de este fenómeno de terciarización de la cultura.
La institución cultural actual debe aunar, por tanto, dos objetivos: el primero y principal ser una fuente de ingresos rentable y permanente y lo segundo el foco donde se mueve el cotarro o la “vidilla cultural” de la ciudad en cuestión. Centralizar la actividad cultural en estos espacios es una estrategia junto con la mediatización del mismo espacio. El Guggenheim, el MACBA de Barcelona, el reciente MUSAC de León son ejemplos de esta política de creación de espacios culturales que tratan de aglutinar toda la actividad cultural. ¿Toda? Es decir, la realidad cultural de un municipio y de sus gentes se acota a un espacio, entiéndase la institución cultural. Está claro que se crea una marca, un logotipo que vende, se asocia una ciudad con ese espacio pero también se eclipsa y se cercena otra serie de posibilidades, como una mayor participación pública en el escenario cultural.
Claro que este consumismo cultural se ha visto reforzado por el papel que desempeñan los propios artistas, definidos hoy en día como productores de objetos de consumo cultural. Es decir, se da más importancia a la fabricación y elaboración de objetos artísticos que a su contenido o carga ideológica, empobreciendo el propio proceso creativo o crítico que queda relegado por esta nuevo look de la cultura ¿Qué importa que alguien vaya al MUSAC a ver una exposición sobre desigualdades sociales y nadie entienda nada? Lo que importa es la cuestión cuantitativa, el número de personas que acuden a tal evento, que servirá para engrosar el currículum de los comisarios, arrinconando a la finalidad cualitativa. Es más, un mal de la manifestación artística actual es su absoluta legitimidad independientemente de la comprensión de su discurso.
Todo lo que haga un artista hoy en día, y venga apadrinado por galeristas o críticos, es justificable sin tener en cuenta que su discurso sea entendido por el público. Me remito a la reflexión que hace Marie Claire Uberquoi en su ensayo “¿El arte a la deriva?”. Uberquoi hace hincapié en el carácter encriptado de muchas manifestaciones artísticas de la actualidad. Propuestas que tienen más pinta de trabajo de investigación sociológico que de otra cosa, porque es tal el despliegue de documentación, textos, información que satura al espectador el cual apenas distingue briznas del mensaje. Esta política de manos libres con que cuenta el artista hace que consolide el fenómeno de la terciarización cultural.
Entonces, el ciudadano de a pie, travestido desde la institución en un mero consumidor de cultura, sólo dispone de este abanico de accesibilidad. Pagar por el conocimiento, por el saber, y mientras, nos olvidamos de un precepto imprescindible en este tipo de sociedades: la cultura es de dominio público y debe tener una cualidad más transformadora, promoviendo la accesibilidad y potenciación, reforzando su carácter popular.
Esta obsesión de los gobiernos actuales por vertebrar la cultura bajo un esquema mercantil, por la celebración de los grandes eventos o acontecimientos culturales, en definitiva por convertir en un espectáculo comercial cualquier cosa que tenga que ver con la palabra cultura se hace para consolidar este emergente mercado global que es el ocio cultural y sobre todo para encauzar en terreno económico ese concepto del “tiempo libre”.
Con esta argumentación tampoco pretendo devaluar las políticas culturales que se llevan a cabo. Sólo que su planteamiento es efectista, es decir, combinan una adecuada divulgación mediática, un contenido atractivo y persuasivo para ese tipo de ciudadanos que buscan consumir eventos culturales y sobre todo ofrecer una variedad de contenidos a lo parque temático en la que tan sólo se exige al visitante un desembolso económico.
Concluyendo; existe una tendencia segregacionista de las instituciones en relación a la cultura, sencillamente se excluye la acción y participación de las personas. Más que nunca, cultura es sinónimo de marketing; es obvio que esta es la premisa y aunque dentro de la misma haya proyectos de recuperación del patrimonio histórico-artístico, creación de museos y otras políticas que son necesarias, no se debe cortar de raíz otras obligaciones ineludibles de todo estado democrático. Hablo de esa exigencia por conseguir una cultura transformadora en la que el ciudadano a través de su acción, pensamiento, crítica y reflexión genere una simbiosis. No puede ser que espacios culturales por antonomasia, como las Casas de Cultura y los Auditorios Municipales, estén de capa caída en cuanto a estas propuestas y sean únicamente contenedores de exposiciones, eventos y demás parafernalia de corte institucional.
Ocurre lo mismo con los programas de las Universidades Populares, cuyas ofertas de cursos cada vez son menores aparte de restringirse o acomodarse dicha oferta a un único sector de población. Programaciones de relleno, más propias de una academia de corte y confección que otra cosa. Las administraciones locales, esto es los ayuntamientos, ahora que tanto que se habla de potenciar el municipalismo, no pueden escurrir el bulto ante esta crisis y deben comprometerse en la mejora cualitativa y cuantitativa de los espacios públicos y los programas culturales, donde el ciudadano sea una parte activa.
Necesitamos una cultura transformadora que critique a lo existente, pero también plantee propuestas, haciendo hincapié en las posibilidades transformadoras de la participación consciente y colectiva. Y ha de ser una cultura de y para toda la población, sin exclusiones, sin desigualdad, sin dominio. La cultura transformadora es aquella que ayuda a comprender y actuar críticamente en la sociedad en la que vivimos, para superar la desigualdad y la dominación, es la que conecta la reflexión con la acción, es lo que queda después de cada experiencia transformadora, y que a la vez aumenta el bagaje para la siguientes. Necesitamos algo que conecte también a los diferentes movimientos sociales entre sí, algo que vaya construyendo algunas claves comunes.
¿Todo esto anula el disfrute en relación con la cultura? Obviamente no. Lo que quiero decir es que el concepto de cultura transformadora debe incluir lo válido del resto de concepciones, pero dentro de una visión que incluye la acción y el pensamiento, lo colectivo y lo personal, los movimientos reivindicativos y los llamados culturales o educativos. Es decir, hay otras formas de gestionar la cultura y en todo caso, interesa avanzar hacia la consolidación de un movimiento social crítico. De no hacerlo así, se producirá una metástasis cultural y por sí misma será víctima de esta tendencia cancerígena que es la terciarización.
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